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Editorial

EN EL DÍA NACIONAL GUINEANO. DONATO NDONGO-BIDYOGO. ”LOS PROCESOS DE INTERACCIÓN E INTEGRACIÓN DE LOS INMIGRANTES”


publicado por: asociación de solidaridad democrática con guinea e ASODEGUE el 11/10/2003 12:13:32 CET



Mañana, día 12 de octubre, se celebra el Día de la Independencia de Guinea Ecuatorial. Para contribuir a ese aniversario difundimos dos escritos muy recientes de dos guineanos del exilio, Donato Ndongo-Bidyogo y Jose Luis Nvumba Mañana.

LOS PROCESOS DE INTERACCIÓN E INTEGRACIÓN DE LOS INMIGRANTES por Donato Ndongo-Bidyogo (*)

I Congreso de la Emigración africana y Comunidades Negras CMUNSA, Madrid, Octubre 2003

Respondiendo a la amable invitación que me formularon, mi presencia aquí hoy se justifica, ante todo y sobre todo, por el deseo de expresar mi solidaridad con los jóvenes organizadores de este Congreso, y animarles a proseguir los esfuerzos que han emprendido para dar a conocer las necesidades, los anhelos y las preocupaciones específicas de las comunidades africanas en España. Hace unos años, cuando yo tenía su edad, unos cuantos africanos residentes también tuvimos las mismas inquietudes, y, hace unos treinta años, este mismo Colegio Mayor ya fue sede de actos similares. Recuerdo ahora el entusiasmo de gente como el sociólogo Fernando Etuba, que en paz descanse; de Paco Zamora, hoy destacado poeta y escritor, además de periodista y otras muchas cosas, puesto que su exuberante personalidad le permite acometer diversas tareas intelectuales, siempre al servicio de su Guinea Ecuatorial natal; recuerdo a Agustín Silveira, convertido ahora en gran economista y político relevante en Sao Tomé-Príncipe, aunque naciera en Guinea Ecuatorial; recuerdo asimismo a Cruz Melchor Eya Nchama, conocido político y reconocido luchador por las libertades de Guinea Ecuatorial, ahora funcionario internacional en las Naciones Unidas en Ginebra (Suiza); recuerdo a Vicente Mazimpaka, creo que ruandés, hoy profesor en una Universidad española; no puedo mencionarlos a todos, pero lo que sí quería resaltar es que aquella generación ya fue pionera en el afán de dar a conocer a la sociedad española nuestra presencia.

No tuvimos mayores en los que pudiéramos apoyarnos; basamos nuestra actividad guiados por nuestra fe en África y nuestra orfandad como jóvenes, la mayoría estudiantes o recién licenciados, que no podíamos regresar a nuestros países porque nos encontramos con que no teníamos países a los que regresar: Guinea Ecuatorial había caído en la sinrazón de una sangrienta dictadura, que sacrificaba a sus propios hijos; en el caso de otros, las crudas matanzas tribales y la inestabilidad general aconsejaban permanecer aquí; pero España, el país de acogida, nos arrebató asimismo nuestra personalidad jurídica al negarnos su nacionalidad y su amparo, convirtiéndonos en apátridas, en seres sin derechos, obligados continuamente a vivir casi en una situación de semiclandestinidad, puesto que nos convertimos en seres invisibles, de acuerdo con lo que el escritor afroamericano Ralph Ellison describe en su importante novela de igual título, ”El hombre invisible”.

De manera que me siento obligado a participar en este Congreso, para apoyar el esfuerzo de los jóvenes actuales, para que sigan los pasos ya trazados por una generación anterior. Merece la pena trabajar para hacerse un hueco en esta sociedad, sin complejos de ninguna clase, mientras no podamos desarrollar nuestras capacidades en nuestras sociedades de origen. Y merece la pena todo esfuerzo que se haga para adquirir una formación cuanto más sólida, mejor, y no sólo desde el punto de vista académico-profesional, sino en el campo humanístico, puesto que África no sólo necesita profesionales competentes y responsables, sino ciudadanos honestos y capaces de aportar a la sociedad el ejemplo de honestidad y tolerancia, valores morales sin los cuales no podemos articular nuestros Estados, sin los cuales la convivencia se hace imposible.

Puedo demostrar que nosotros contribuimos a la lucha contra la dictadura del general Franco y contra el aislamiento de la España de entonces, aunque frecuentemente se olvide y no hayamos cosechado los frutos de ese árbol que contribuimos a plantar y que regamos también con nuestro esfuerzo, frutos que eran, simplemente, que se nos devolviera un poquito de esa solidaridad, con el fin de que también nos alcanzaran los beneficios de la libertad y el desarrollo, y pudiésemos regresar a nuestros países -fundamentalmente a nuestro país, Guinea Ecuatorial- en condiciones de normalidad, para afianzar la democracia y el desarrollo. Más de treinta años después, seguimos casi en lo mismo, y mientras vemos a diario cómo avanza esta España que hace treinta años era un país oscurantista, ignorante y más bien pobre, nosotros aún seguimos esperando esos gestos que nos permitan mirar esperanzados nuestro propio futuro. Y, si no seguimos luchando como desde el principio para liberar nuestros propios pueblos de las tiranías que nos sojuzgan, y que nos obligan a tomar el duro camino de la emigración, nuestro horizonte será echar migas de pan a las palomas en cualquier plaza de España, mientras los niños blancos nos miran con asombro y sus padres piensan qué demonios hacen aquí estos ancianos negros. Y no queremos resignarnos a una jubilación en medio de la soledad, a una ancianidad en los fríos parques, a una vejez inútil en estos países que tienen que aprender todavía tantas cosas, entre ellas la utilización positiva y provechosa de sus mayores, que construyeron la sociedad del bienestar de la que ahora disfrutan los más jóvenes.

Pero todavía estamos algo lejos de ese desenlace. Y como todavía estamos a tiempo de conjurar ese triste destino, que sellaría definitivamente nuestro fracaso como generación, nos sigue tocando luchar para que, tanto nosotros mismos como las generaciones que vienen detrás de nosotros, construyamos en nuestros propios países las condiciones de paz, desarrollo y libertad que nos permitan una convivencia lo más armoniosa posible. Ese debe ser nuestra aspiración permanente, puesto que no podemos conformarnos sólo con echar las culpas a los demás, denunciar estérilmente las vejaciones de que somos objeto en las sociedades desarrolladas, o conformarnos tan sólo con rechazar el racismo que padecemos los negros que, por lo que sea, nos vemos obligados a vivir en las sociedades blancas. Soy de los que dan la razón a los racistas blancos, puesto que cuando un blanco me llama ”negro” de una forma insultante por cualquier nimiedad, no tengo más remedio que recordar que soy yo el culpable, por no poder vivir en mi propio país, en mi propia sociedad, con los míos. Cuando me impiden comer la comida que me gustaría comer (por ejemplo esa salsa de cacahuete con pescado ahumado) porque han prohibido la llegada aquí de esas comidas para ellos tan extrañas, cuando no las tildan de groseras, me siento culpable por no poder estar en mi propia tierra. Cuando en invierno paso frío, cuando en el trabajo me siento discriminado, cuando me ocurren cualquiera de esas peripecias a que estamos abocados los inmigrantes, cuando mi hijo es insultado por otros niños en el parque o en su colegio, cuando los demás niños no quieren jugar con él, todo eso me vuelve impaciente y me estimula para seguir buscando las soluciones que me permitan regresar cuanto antes a mi país, con el fin de que ni mis hijos ni los demás niños y jóvenes africanos tengan que soportar lo que yo he tenido que aguantar casi a diario a lo largo de más de tres décadas.

Me diréis que hemos fracasado, puesto que, treinta años después, seguimos en el mismo sitio, lamentando las mismas cosas, viviendo del recuerdo, de la añoranza de África. ¿Qué nos impulsa a los africanos a comprar todo libro que trate sobre nosotros, aun a costa de sacrificar un dinero que no nos sobra? ¿Qué nos hace frecuentar de modo tan gregario sólo los bares y discotecas africanos? ¿Qué nos hace desconfiar íntimamente de las palabras bonitas, de las actitudes paternalistas que recibimos de los blancos que nos rodean? Precisamente esa añoranza de lo nuestro. Muchos creerán que se trata de unas simples manifestaciones del racismo negro. Pero yo me permito decir que el negro no tiene conciencia racial hasta que vive en una sociedad de blancos. Son los demás los que nos recuerdan permanentemente que no somos de aquí, que somos diferentes, que no somos iguales a ellos. Aunque lo hayamos experimentado en nuestra propia carne durante lustros, puedo decir que no lo he inventado yo: hace tiempo que lo describió Frantz Fanón, hace ya tiempo que lo describió Jean-Paul Sartre, hace ya tiempo que lo describió el sociólogo francés Albert Memmi.

De manera que nosotros, los negros, tomamos conciencia de nuestra condición a partir de las actitudes que recibimos de la sociedad que nos rodea y que detenta todos los poderes: desde el poder político y económico, hasta las concepciones estéticas y morales. Son ellos los que nos dicen dónde y cómo podemos trabajar -si es que tenemos la suerte de tener un trabajo-; son ellos los que nos dictan la forma de vestir, qué podemos comer, y si podemos considerarnos guapos o feos. Son ellos los que condicionan nuestra vida, deciden cuanto nos afecta, pero siempre sin contar con nosotros.

Verdad que no todos los blancos son racistas, pero también es cierto que incluso los blancos que se proclaman no racistas tienen mala conciencia, y nos transmiten los efectos de su mala conciencia a través de gestos y palabras que pretenden ser conciliadores, amables, pero que, en el fondo, nos hacen sentirnos diferentes, y nos llevan igualmente a tomar conciencia de que somos diferentes, de que somos de fuera. Y suele ocurrir que quizá sea más llevadero el racismo explícito, porque al menos sabes cuáles son los límites, cuál es tu espacio, a qué puedes atenerte. Pero el racismo de los que se proclaman no racistas, de esas personas bienintencionadas que te llenan la cabeza de expectativas que al final no se cumplen, de esas almas cándidas y bondadosas que te palmean la espalda pero que no toleran que salgas con su hermana; de esas mentes tan simples que te dan caridad pero no amor, ni cariño, ni, sobre todo, humanidad, son las más peligrosas, puesto que te envuelven en una tela de araña que termina por asfixiarte, y entonces sólo te queda o la rebelión, o la sumisión.

Cuando se nos dice a los inmigrantes que nos integremos, pienso que tras esa propuesta se esconde una falacia. ¿Qué es la integración? ¿Integrarnos, para qué? Hay ideas-trampa, como también existen palabras-trampa. Porque la integración, la interculturalidad, el mestizaje, la cooperación, o la misma globalización, deberían ser conceptos de doble dirección; yo me integro en una sociedad que también me integra, de forma que pueda conservar mi propia personalidad, mis creencias, mi libertad, mis costumbres, mi modo de ser interior y exterior con toda libertad y con el respeto de los demás; pero vemos con harta frecuencia que cuestiones en principio banales, como la forma de vestir, llevar un pañuelo en la cabeza, por ejemplo, se convierten en batallitas en las que se sienten obligados a intervenir incluso los más sesudos intelectuales y los políticos más encumbrados, para defender sus propias doctrinas; vemos con harta frecuencia que se debaten cuestiones que no deberían merecer ningún debate social, pues se plantean como si los pobres inmigrantes que venimos aquí huyendo de la miseria de nuestros países y de la falta de libertad, fuésemos la avanzadilla de una invasión que subvertirá ”sus” valores éticos, estéticos y religiosos. Vemos con harta frecuencia que cuando planteamos la necesidad de disponer de nuestro propio espacio, se nos contesta con leyes que sólo nos permiten trabajar -en condiciones de discriminación e inferioridad laboral y salarial, ésa es otra cuestión- para garantizarles la cobertura de la seguridad social y la jubilación, y el que no se amolda a ese trágala, se convierte en reo de expulsión. Vemos que se nos obliga a muchas cosas en principio inútiles, sólo para demostrar que estamos ”integrados”.

Llegados aquí, y con todos los respetos a todo el mundo, permitidme preguntar cuántos catalanes han emigrado al África subsahariana, y cuántos de ellos han aprendido el wolof, o el lingala, o el fang o el bubi; cuántos europeos han emigrado al África negra, y cuántos comen okrosup, o yuca, o carne de mono o de antílope. ¿No es lo más frecuente que importen allá donde vayan sus propias comidas, y conserven, e incluso nos impongan sus propias lenguas? ¿Están integrados los europeos que viven en las sociedades africanas, o, por el contrario, crean sus propios guetos, sus propias islitas de automarginación? ¿Podemos seguir creyendo en una multiculturalidad que impone el pensamiento único, que nos obliga a no ser africanos sino trasuntos de europeos, que nos priva de nuestras propias esencias para transformarnos en clones de otros seres humanos? ¿No es una trampa que se nos pretenda integrar para que nosotros seamos como ellos, abandonemos nuestras creencias y usos sociales, nuestras comidas y nuestras lenguas, sin que ellos jamás se acerquen a nuestras concepciones vitales? ¿La propuesta de integración significa que debemos convertirnos en insolidarios como ellos, en egoístas como ellos, en materialistas como ellos, en frívolos como la mayoría de ellos? ¿Quién ha dicho que todas las costumbres de los europeos son dignas de ser imitadas? ¿Quién ha dicho que todas las costumbres y tradiciones africanas son perniciosas? ¿Estamos obligados a abrazar a ciegas una globalización, un mestizaje, una interculturalidad que en el fondo desprecian lo nuestro, reducen a mero folklore nuestra creación, estigmatizan nuestras creencias, para convertirnos en seres despersonificados, acomodaticios, desprovistos de un alma genuina, propia? ¿Podemos creer en una cooperación que sólo nos hace más dependientes, que transforma nuestras culturas de tal modo que ya no sabemos comer sino arroz, que no se produce en nuestras latitudes, en detrimento de nuestra propia agricultura, de nuestros propios cultivos? ¿Podemos creer en una cooperación que nos regala sólo sus migajas, que nos manda ONGs que lavan su propia conciencia, sin aportar soluciones estructurales a nuestros problemas estructurales, para que mientras tanto sus empresas se lleven de nuestro suelo y subsuelo, a precios irrisorios, las materias primas que cimentan su bienestar?

La respuesta a todas estas preguntas es la que nos debe obligar a seguir luchando. No sólo contra el racismo y la xenofobia -que está muy bien-, sino, sobre todo, contra las causas que generan el racismo y la xenofobia. Los africanos debemos ser capaces de construir nuestros países, de tal forma que sólo vengamos a Europa como turistas; sólo así mereceremos el respeto. Porque el racismo y la xenofobia no son la consecuencia del color de nuestra piel, ni se producen porque procedamos de países lejanos con otras culturas diferentes. El racismo y la xenofobia son la consecuencia de nuestra pobreza, de nuestra miseria, de nuestra inseguridad, y debemos aplicarnos más y mejor a buscar las soluciones que permitan a los negroafricanos recuperar nuestra dignidad.

Lo que acabo de decir se ilustra fácilmente: no tenemos noticia de que hayan tenido problema alguno aquí ni los jeques árabes -tan ”moros” como los inmigrantes marroquíes-, ni los ricachones africanos, tan negros como los senegaleses que cultivan patatas y hortalizas en el levante. Cuando uno mismo puede vivir su vida sin pedir a los demás; cuando uno está seguro de sí mismo, no hay racismo ni xenofobia: al contrario, se le rinde toda la pleitesía posible, porque puede ofrecer en lugar de pedir; puede exigir, en vez de mendigar.

Alguno encontrará un tanto radical este discurso. Pero os aseguro que la radicalidad no está en lo que estoy diciendo, sino en los problemas que tenemos que afrontar los negros que vivimos en estas sociedades opulentas. Plantear la realidad no puede ser nunca radical, mientras se busquen las soluciones de manera pacífica, convenciendo con las palabras y con los hechos, sin necesidad de recurrir a medidas extremas. La violencia sólo engendra más violencia, y normalmente nos quita la razón. El tema no es mirar con ojos aviesos a todos los blancos, sino fundamentar nuestras reivindicaciones y presentar las soluciones de una manera convincente. Y dar ejemplo de moderación, aunque la moderación no puede confundirse con pusilanimidad. Tenemos que ser moderados, pero también firmes y resueltos. Reconocer primero nuestra situación en el mundo, y a partir de ahí trabajar para mejorar nuestras condiciones de vida. No importa que nosotros mismos no lo veamos; la cuestión está en ser honestos, a nivel individual y en las cuestiones públicas, para que nuestro mensaje pueda calar y tenga sentido. La historia está demostrando que Kwame Nkrumah tenía razón, que Patrice Lumumba tenía razón; que Thomas Sankara tenía razón; que Stive Biko y Nelson Mándela tenían razón; que otros africanos menos conocidos, como Sylvanus Olimpio o Nnamdi Azikwé, tenían razón. No predicaron la violencia, pero su mensaje, su pensamiento, su propuesta para dignificar África y a los africanos perdura hasta nosotros, sirviéndonos de guía para alcanzar nuestros horizontes de libertad y prosperidad. No les entendieron en su tiempo, y fueron sacrificados precisamente por los racistas del mundo, aquellos que creían y siguen creyendo que África no puede ser libre; pero esa luz que encendieron seguirá iluminando nuestro pensamiento, porque encendieron en nuestras almas la luz de la libertad e inocularon en nuestros espíritus la semilla de la justicia.

Cuando se me pregunta qué puede hacer Europa por África, la respuesta me suele salir con facilidad: que nos dejen tranquilos, que nos dejen desarrollarnos a nuestro ritmo, que nos dejen ser nosotros mismos, porque sólo así podremos identificarnos con los objetivos del desarrollo. Porque nosotros no concebimos un desarrollo económico que nos desgaje de nuestra identidad, que nos despoje de nuestro ser interior, que subvierta nuestros valores y nos convierta en seres amorfos, sin identidad, sin asideros espirituales sobre los que basar nuestra propia personalidad. El precio de comer todos los días no puede ser el exterminio espiritual. El africano se caracteriza precisamente por su fortaleza, por su capacidad para la esperanza, porque, sin esos valores íntimos, no quedaría ni un solo negro en el mundo, tras cinco siglos de esclavitud, colonialismo y neocolonialismo. Y si nos quitan esa fortaleza que nos sustenta incluso en la adversidad, esa esperanza que nos permite remontar las condiciones más adversas, no seremos ya nada, sino unos meros fantasmas de nosotros mismos. Por ello tenemos la obligación de buscar la libertad y el desarrollo, pero también conservar aquellas tradiciones que marcan nuestra impronta, que nos caracterizan como seres humanos con una cultura específica. No todas las tradiciones son malas, del mismo modo que no es tampoco saludable toda la herencia de los antepasados.

El africano de hoy está obligado a ir separando el grano de la paja, está obligado a bucear tanto en la tradición como en la modernidad para escoger aquellos elementos positivos que nos ayuden a desarrollarnos como personas de nuestro siglo, rechazando aquellos usos y costumbres que, por obsoletos, por inadecuados o por perniciosos ya no pueden incardinarse en nuestro ser. Si no tenemos esa personalidad específica, nada podremos aportar al resto del mundo en una interacción positiva, del mismo modo que hemos incorporado en nuestros hábitos muchas costumbres foráneas. Y si no podemos ofrecer nada, seguiremos en ese pozo ciego al que nos condena la evolución de la Historia de la humanidad, puesto que quien no puede dar está siempre condenado a recibir. Del mismo modo, toda tradición que no se renueva lleva en sí misma el germen de su autodestrucción. Si queremos ser escuchados en el mundo, si queremos tener voz, esa voz debe ser propia, debe ser original, debe aportar algo nuevo. Ni el respeto ni la justicia nos vendrán desde fuera de modo gratuito. Tampoco los obtendremos pegando tiros ni atentando contra nadie. Deben ser el fruto del esfuerzo de nuestras sociedades por encontrar sus mecanismos de articulación desde nuestras propias identidades, aportando cada individuo lo mejor de sí mismo. Los africanos, los negros en general, estamos demasiado irritados, tanto contra el mundo como contra nosotros mismos. La respuesta a nuestros males la encontraremos desde la serenidad, pensando, reflexionando, creando, investigando, experimentando; trabajando, en suma.

Canalicemos nuestra agresividad en buscar soluciones óptimas y factibles para salir de nuestra miseria, y así obtendremos los frutos anhelados. Los demás nos pueden ayudar, pero ese esfuerzo es, fundamentalmente, una labor que debemos emprender nosotros mismos.

(*) Donato Ndongo-Bidyogo periodista, historiador y novelista guineano, sobradamente conocido, dirige en la actualidad el Departamento de Estudios Africanos de la Universidad de Murcia, forma parte también del Gobierno Guineano en el Exilio en el que ocupa la cartera de Asuntos Exteriores.

ASOCIACIÓN PARA LA SOLIDARIDAD DEMOCRÁTICA CON GUINEA ECUATORIAL (ASODEGUE)

11 de octubre de 2003


Fuente: ASODEGUE

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