Como Agua de Lágrima para las Flores
por
Mitoha Ondo´o Ayekaba
Ahora me encuentro atrapado en estas contradicciones. La lluvia me empapa. Por todas partes parece llover en mí, no importa el lugar. La lluvia que me empapa no es visible, me moja por dentro, me llueve al revés y riega las potencialidades de mis sueños.
Mamá continúa llorando. Lloviendo. Mamá me riega con el torrente de sus ojos.
Hace ya diez y ocho meses que se despidiera papá para su viaje de estudios a España. Un papá sobre el que jamás había tenido constancia hasta que viniera a buscarnos en el pueblo del abuelo, en Maku. Antes de entonces ya lloraba también mamá, y ahora, con su marcha a Europa, la voz de su llanto sigue incrementando el agua de la laguna de mis angustias. Cuando miro, amenudo descubro una mirada perdida y desencajada. Está más débil y flaca que antes. Sin embargo, se aprecia, a su pesar, un espíritu hinchado y relegado como el cuerpo casi en descomposición de un animal muerto, tirado en la cuneta.
Mamá hunde la estaca de yuca en la tierra de fincas que siembra. Lleva haciéndolo desde que aún era oscuro, desde la temprana mañana. He tratado de ayudar, pero ella me ha mirado enfurecida. Me espetó, “¡ve por allí y cuida de tu hermano pequeño!” Pero después de largas horas de intenso llanto, Ottoo se quedó dormido bajo una joven platanera y yo me vine aquí a observar el mar.
Mamá no ha parado de trabajar. Poco después del mediodía comenzó a lloviznar repentinamente, y a su pesar, parecía que regara aún más su afán por enterrar las estacas de yuca. En su rostro, joven y envejecido al mismo tiempo, el reguero de un líquido ambiguo, ¿mezcla indefinida de lágrimas, sudor o agua de savia en formato de lluvia? No se ha detenido a comer bananas hervidas con sal como normalmente habría hecho. Creo que no había ni para eso. Razón por la que Ottoo no hacía más que llorar hasta que finalmente se quedó dormido del hambre que le dominaba. Con el tiempo, yo también acabé perdiendo la noción de hambre. A cierto punto de ausencias, el cuerpo siempre crea mecanismos para pasar del mal trago y ajustarse a las situaciones de carestía. Al fin de cuentas, siempre nos queda la saliva para llenarnos con un trago engañoso de algo. Pero en el fondo, sigo presintiendo el vacío de mi estómago. Creo que esta fuera la enigmática razón del líquido de su rostro, y su enfermiza dedicación por acabar la finca ella sola, cuanto antes. Comenzó presurosa con las estacas de yuca una vez acabara con la parte de maíz, hace ya dos días.
Fue un amigo de papá, quien trabaja con los de la FAO, el que le trajo los granos. Tambien le animó a que acudiera al reparto gratuito de alimentos que se ofrecían para combatir el brote de desnutrición generalizada en nuestra joven nación, Fullard de Bamasi.
-Debieras acudir porque esas cosas se envían para ayudar a familias como la tuya, sugirió el tío acariciandose el diminuto vientre, cómicamente hinchado.
- Pero quien me va a mí ofrecer nada Santi, yo sin nombre ni apellido, se lamentó mamá, quien se hallaba arrellanada justo al otro extremo de la mesa con la cabeza apoyada sobre el antebrazo. Contestó al tio sin levantar el semblante. Llevaba la mirada en los círculos concéntricos del vaso de cerveza depositados en la mesa. Su aparente pesimismo no surtió efecto. Pues el tío Santi, como absuelto de ser afectado por cualquier energía de sabotaje y desviar los ánimos hacia otras órbitas, continuó comentando algo sobre ayudar a la población mientras se bebía su vaso a destiempo rebosante de cerveza 33. Mientras se desacia de la espuma de cerveza que se le habia quedado colgando del bigote, Mamá pensó, yo pienso ahora, “un poco de leche en polvo, arroz y latas de conserva llegados de Europa, no estaba mal intentarlo”. El tío Santi se pasó la mano a la cara como intentando despejarse del mal ánimo de pesimismo que Mamá le estaba confiriendo a la conversación. Dio un extraño suspiro, con la cara hundida en la palma de la mano. Permanecio asi buen rato justo antes de descubrirse de nuevo y volver a hablar.
- la distribución de alimentos depende totalmente de la ONU. No tiene nada que ver con los grandes, aseveró.
Mamá no volvió a adelantar palabra. Rompió la boca en señal de resignación ante las presiones del tio Santi, quien se despidió al poco rato no sin antes haber acordado ver a Mamá en la sección de reparto fijado junto a la plaza de la Independencia, antigua Plaza de los Valientes durante el triste periodo que precediera al Trado de Idelfonso. Hoy representa una imagen ambigua de orgullo y resignacion, sombría y fria.
A la mañana siguiente concurrimos con mucha gente famélica y necesitada como nosotros. Era gente escuálida con la expresión de sumisión asomándose en los rostros. “¿Cuánto ha de relegar un ser humano obligado a extender la mano para vivir?” Ningún hombre debiera ser reducido a la situación de plantearse tal dilema. Pienso. Pienso. Pero para ese mismo instante todo eso ya eran aguas de borajas, porque todos los que nos encontrábamos allí aquella mañana habíamos arriesgado ese algo a nuestras autoridades, a los otros habitantes del mundo, a la comunidad internacional como a veces se les llama. Se nos lo notaba en nuestros semblantes, en los rostros de gente desesperada con triste porte como Mamá. Como mi hermano Ottoo y yo.
Y sin embargo, aparecimos sin bullicio, sin excesivos rencores, pidiendo una porción de leche podrida, tal vez un cuenco de arroz condimentado de chinches y cucarachas, y por qué no, unas latas caducadas de sardina o Corner Bief. Lo que contaba era el deseo de sobrevivir, de seguir contando con un nuevo día, y sin querer, nos estábamos convirtiendo en los héroes de la vida, en los guardianes de la débil pulsación de la vida en peligro de extinción.
Había mujeres desperdigadas y sentadas en las aceras de lo que es ahora la Oficina del Tesoro Nacional, en el casco antiguo de la capital, Levantia Malariana. La catedral se encuentra justo al otro lado del enorme edificio azul que hace de Palacio Presidencial. En las bodegas de este, se comenta, se hallaron garrafones de la sangre de los enemigos políticos del antiguo y recién derrocado presidente Tadeo Agencio, de la región de Ayala, en la Sevilla selvática. Aunque hay versiones que aseguran que más bien era mercurio, no se ha conseguido llegar a un acuerdo claro que desmintiera una cosa u otra hipótesis. Aquí todo es posible. Aquí los hechos históricos y vidas humanas son tan ambiguas como la mirada de un recién nacido. A pesar de dicha siniestralidad histórica, el edificio aparece aún con personalidad tranquilizante, apaciguadora en ciertos aspectos, de no ser por la presencia militarizada de los missima que lo custodian día y noche con sus rifles automáticos colgando del cuello, con sus uniformes verdes y oscuros, con sus miradas inyectadas en sangre y ocultos bajo oscuras gafas.
Dijeron que iban a comenzar con el reparto a eso de las ocho de la mañana. Por eso Mamá, intentando adelantarse a todos los necesitados potenciales de asistencia internacional, y que era la mayoría de la población de Fullard de Bamasi, incluida Levantia, la capital, o la capitana, tal y como le dicen los levantinos, nos despertó cuando aún era oscuro. Me mandó bañarle a Ottoo mientras lo preparaba todo para marcharnos. Fuera, ni siquiera habían cacareado las aves del corral, en la parte trasera de la cocina. Y a pesar de dicha desolación y diurna extrañeza, se podía sentir el ligero fru-fru de las hojas de las copas de los árboles meciéndose en la invisibilidad matutina. La temprana mañana, casi noche, persistía aún cargada con su característica contaminación acústica, con los ronquidos de los grillos emergiendo en cada rincón de la espesura selvática que se intuía en la oscuridad.
Nos dirigimos, tiritando de frío, al recinto de cuatro chapas de hojalata que hace de servicio privado, pero que también usan, a veces, otros vecinos como la familia de Paco Avenio. Está situado bajo el mejor de los aguacateros de nuestro patio, y durante la época de maduración, justo en el tiempo en que también se llena todo el aire de nuestro entorno con exuberantes bienaventuranzas y fragancias de popomangro o de atangas, a más de uno se le ha ido a parar a la cabeza uno de sus frutos mientras se daba un baño. La última victima fue Dario Sanação, y desde hace tiempo, naturalizado fullarnense y oriundo de Sao Tome y Príncipe.
Está casado con la bella Sista Sisa Sissoko. Muy poco habladora ella. Ambos tienen un hijo en común, Papi. Cada mañana marchamos juntos al colegio público de San Carlos de Aguas Caídas, más al sur de San Fernando. Nuestro trayecto, que habitualmente dura unos cuarenta y cinco minutos desde nuestro barrio de Santa Cruz, dependiendo de si aquel día fuéramos o no victimas de las emboscadas de los chicos peleones que viven bajo el enorme puente de Adolfo Castañedas, reconvertido en vertedero espontáneo, está marcado por la agridulce penuria del peso del saber sobre nuestras cabezas. Cada mañana, siempre vamos cargados con el peso de nuestros escritorios. En las aulas no hay suficiente asientos para todos. Y por si los dejáramos en el centro, los niños y mujeres del puente de Adolfo Castañedas lo utilizarían, con absoluta certeza, como pasto de leña para avivar sus fogones para la cocina. Esa es, principalmente, y según se comenta en la secretaria y claustro de profesores, una de las razones por la que no hay suficientes pupitres para el numero de alumnos registrados. Pero lo peor del día es cuando nos hemos tenido que enfrentar con un buen bulto de excrementos y orina justo en medio del aula. Las ganas de aprender se convierten en una autentica osadía, por lograr una mínima concentración, en medio de todo aquel tufo. Generalmente, los profesores mantienen la compostura requerida, sobrellevándose como si no estuvieran al tanto de nada. Como si sus sentidos de olfato y decoro estuvieran atrofiados. Y es que el diablo crea el hábito. Con estos antecedentes, ciertamente la reputación de los residentes del puente de Adolfo Castañedas está más que por los suelos.
“¡Daros prisa, no os pudráis allí plantados!”, la voz de mamá llegó con tal convicción que anegó por completo nuestra temprana indecisión. Revestidos con el nuevo coraje infundido, cotejamos la borbota masa hídrica. No en vano, dicha mañana surgió enmarañada en una inusual capa de extrema frialdad tropical. El agua, que desenfrenadamente borbotaba de un viejo grifo de metal oxidado, vertiéndolo en una vieja palangana de caucho, era helado, quizá demasiado helado, razón por la que nos costaba tanto enfrentarnos a nuestra habitual ducha anticipada. Ottoo, y como era de esperar, rompió a llorar en cuanto le vertí la primera copa a la cabeza. Tuve que prometerle una de mis canicas preferidas para persuadirle y hacerle callar.
Y a pesar de nuestro madrugar, encontramos un sin fin de gente que aguardaba por el reparto. Cualquiera habría afirmado que hubieran pasado allí la noche. Sin embargo, por ninguna parte aparecían los agentes humanitarios. Continuamos esperando buen rato aún, observando la transición del disco solar ya en efervescencia. Una mujer, con el rostro arrugado y ataviada con un turbante blanco, susurró, como quejándose a Mamá, que no entendía las razones de tanta tardanza cuando por la radio nacional se llevaba afirmando, desde hacía casi tres semanas, que el reparto se haría a primeras horas, a eso de las ocho. Mama respondió con el silencio. Ella, resignada con el vació de Mamá, se giró hacia el extremo opuesto arrascándose la cabeza. Tampoco volvió a hablar.
Alrededor, la gente se abanicaba con papeles de sacos de cemento que servían para envolver buñuelos. Mamá llevaba un cuaderno abierto sobre la cabeza para protegerse del sol, tenía los ojos distraídos, mirando hacia más allá de la calle que llegaba bailando debido al efecto del intenso calor sobre el asfalto, desde la zona presidencial de la Plaza de la Independencia.
Por todas partes, era evidente que la gente comenzaba a impacientarse. Los niños lloraban de hambre. Al rato, Ottoo también comenzó a llorar. Tenía la cara empapada de sudor y llanto y se arrascaba el cuerpo mientras pataleaba con insistencia. Le habían salido unos granos en el cuello que le escocían al mezclarse con el sudor como consecuencia del intenso calor. Mamá, visiblemente irritada por el extremo calor de medio día y por los aullidos irreprimibles de Otto, trató de aliviarle de los escozores untándole el cuerpo con la piedra caliza del calabachop. “Le ha salido sudorina a tu hermano”, comentó mientras le trataba.
Despues, fuimos a la sombra de un edifico contiguo de dos plantas. Un nutrido grupo se había dirigido a su corredor buscando cobijo y así protegerse de la intensidad de los rayos del sol de medio día. A un extremo del porche del pabellón, había niñas vendiendo dulces de coco cubiertos de moscas. Junto a ellas, había un puesto improvisado con bolsas congeladas de agua endulzada de diversos colores. Constante mente merodeando el lugar, iban y venían niños-vendedores ambulantes que vendían chicles, cigarrillos, coconut sweet, churros… uno pasó anunciando, “¡macara, macara oooh, vendo crujiente macara!” Sus buñuelos, arrugados por la intensidad del sol de medio día, estaban ya pasados, marchitos y plagados de moscas seducidas por la molaza derretida del azúcar que uno, y dado el deplorable estado que presentaban ya, debía imaginar que los hubiera recubierto antes. Tenía la bandeja equilibrándosele sobre la cabeza mientras se nos anunciaba. Sus hendidos pies descalzos parecían ignorar la efervescencia del reblandecido asfalto, estaba desaliñado, con un pequeño calzoncillo violeta bordado con pequeñas pelotas blancas de fútbol en el que se leía, España 82. Él mismo parecía hambriento. Nadie le prestó la requerida atención, ni a él, ni a las mercancías que anunciaba. Mamá me entregó un billete de tres kwanzaas para que le comprara un helado a Ottoo .
Me dirigí hacia el lugar por donde estaba expuesta la mercancía con el agua congelado. En la parte superior del edifico había gente observando desde los balcones. Algunos niños que zanganeaban por allí escupieron agua. Los mayores de abajo protestaron, pero nadie pareció interesado en reprenderles. Ellos continuaron entretenidos ante la protesta generaliza de la multitud de abajo. Una señora con el espíritu en volandas, lanzó una insidiosa frase que hizo callar a todo el mundo. “Espero que al menos os guardéis de una ruda caída para cuando precipitéis desde esos pisos y volváis a nuestra condición de aquí abajo”. Nadie dijo nada. Le miraron todos atónitos como no creyéndose lo que acababan de oír. Ella, ante tanta presión de miradas y muda interpelación colectiva, se alejó de la aglomeración hasta perderse entre la multitud.
Pronto, de entre uno de los salones centrales del segundo piso apareció una esbelta señora envuelta en un lappá de tela kente. Espetó a los traviesos escupidores desde el largo pasillo del balcón. Volvió con ellos al salón sin prestar demasiada atención a los murmullos de la multitud agolpada por todas partes. Sin embargo, al rato volverían los niños a reanudar con lo que parecía se había convertido ya en su favorito entretenimiento.
Entregué los tres kwanzaas al niño que custodiaba la mercancía desde una de las alas de la planta baja del edificio de madera. Él me correspondió con un par de bolsas pequeñas de plástico coloreado en rojo y naranja que sacó del interior de un mini-contenedor portátil. Cuando volví junto a mamá, ella se enfadó porque había gastado todo el dinero. “¡Te dije que solo le compraras un polo helado a tu hermano!”. Me sentí culpable. Por de pronto toda la calefacción del exterior se encontraba ahora en mí, “siempre acabo metiendo la pata”. Mamá tenía la cara arrugada y evitaba mirarme para hacer aún más patente su enfado. Le entregó el plástico anaranjado a Ottoo, quien enseguida dejó de llorar ocupado en chupar del dulce plástico congelado. Ella misma se llevó el otro a la boca, lo partió con los dientes para ofrecerme una porción. En el acto, frunció el ceño en cuanto experimentara la repentina exposición del hielo en el nervio dental. Lo depositó presurosa en la palma de la mano. Yo llevé a la boca la parte del helado que se me había ofrecido. Lo sentí derretirse hasta recubrir cada una de mis papilas gustativas. Cerré los ojos para saborear cada uno de los instantes de aquel refrescante jugo rojizo que tan eficazmente había conseguido aplacar mi previa impresión de sofoco. Fue una sensación de una repentina ola de aire frío que se extendiera desde mis papilas gustativas al resto de mi cuerpo. Pasé un buen rato saboreando el congelado y dulce helado de plástico rojo que no debiera haber comprado. Para aquel entonces, ya no me sentía ni tan sofocado ni tan mal conmigo mismo.
Sin que nos diéramos cuenta, la gente comenzó a correr hacia el edificio por donde habían prometido el reparto. Por allí estaba ya aparcado, frente a la fachada principal de la Tesorería, un gran camión militar de color verde. Detrás del camión iba un grupo de gente que gesticula arrebatadamente como cabreada con alguien. En realidad daban órdenes a no sé quien de la multitud de abajo. Mamá, que aún estaba entretenida con la sudorina de Ottoo, también corrió apresurada al lugar con el gentío, no sin antes habernos vociferado, “¡cuida del niño, y no os mováis de allí!”. La multitud debió sobrepasar las expectativas de los agentes humanitarios, porque casi inmediatamente después iniciado con el reparto de víveres, tuvieron que volver a paralizarlo para proveerse de más refuerzos. No tardó nada en aparecer un convoy militar que enseguida se afanó en mantener a raya a todo el mundo. Nadie deseaba, a su pesar, alejarse del camión. Los militares daban culatazos a la gente con sus pesadas armas mientras empujaban insultando. Lanzaban palos de ciego. Sus rostros delataban un extraño cóctel esperpéntico de hambre, odio e irracionalidad. Entre la multitud hubiera habido civiles más fornidos moviéndose entre el gentío como un rebaño de ovejas y que contrastaba con el aspecto deshidratado de las fuerzas de seguridad. Tenían los ojos enrojecidos mientras arremetían a la multitud con sus grandes botas militares. Alguna gente cayó al suelo sangrando, pero eso no detuvo la avalancha que marchó sobre sus cuerpos. Por aquel entonces empezaba a creer que el caos formaba parte de la teoría de la ley de la gravitación universal que explica nuestra inexistencia, nuestra presencia en constante disipación cósmica. “¿Por qué se comportan así?” “¿para qué todo este caos?” “¿es necesaria toda esta rabia?” Nadie parecía preocuparse por nadie. A nadie le interesaban los lamentos del prójimo.
Con todo, la gente no se amilanó. Como si todo fuera impulsado por un premeditado plan de sabotaje, la gente se movía y gritaba. Se daban codazos y se agarraban de los pelos tratando de abrirse paso. No se podía oír a nadie. Todos hablaban y gritaban a la vez, levantaban las manos como si estuvieran cabreados con todos. Con todo. Jamás dejaron de empujar hacia la dirección por donde ahora se encontraban acorralados los agentes humanitarios. Acto seguido, se vieron sacos de arroz esparciéndose sobre las cabezas de la multitud. Algún que otro saco de leche en polvo también se diseminó por los aires recubriéndolo todo. La gente cazó harina al vuelo y terminaron con los rostros cómicamente pintados de blanco color como en las ceremonias espirituales del bweti. Algunas mujeres, las más rezagadas, tras percatarse de las roturas de los sacos, se agacharon apresuradas a recoger la cantidad esparcida de los granos de arroz. Mamá ya se había perdido entre el montón. A eso, cuando apenas llevaban allí nada menos que un par de horas tratando de servirle a la gente, arrancó el camión. La aglomeración amagó con retroceder aunque otros se colgaron por los bordes. Los militares les pisaron los dedos mientras gritaban y se retorcían de dolor sobre el encendido asfalto. Los curiosos que se encontraban en los balcones de las casas adyacentes rompieron en carcajadas. Más tarde, de camino a casa, mamá comentaría que en el piso azul frente al edifico de la Tesorería, y por donde nos estuvieron observando todo el rato un par de gemelas vestidas en un pulcro conjunto amarillo y con lazos en la cabeza, por allí vivía el Ministro de Defensa con sus dos esposas.
Mamá nunca conseguiría gran cosa aquel día de reparto. Volvimos andando con una bolsa de leche en polvo y un par de sardinas. Estaba ya casi oscureciendo y a Mamá no le quedaba suficiente dinero para pagarse la línea de taxis que lleva al barrio que una vez creara el almirante Faustino Ruiz González en honor a su tierra natal San Fernando de Cádiz.
Mamá anudó el plástico de leche por donde llevaba también las latas de sardina. Pasamos por una calle estrecha antes de descender las escalinatas de la mezquita musulmana del Salto de la Garganta de Agua Muerta. Frente a nosotros había más gente que marchaba con bultos sobre sus blanqueadas cabezas de harina y leche en polvo. Mamá se paró para adosarle a Ottoo a la espalda, quien al rato estaba roncando. Yo me ofrecí a mamá para llevar la bolsa. Me la cedió sin pronunciarse. Cuando cruzamos el puente de la Garganta de Agua, a medio camino hacia San Ferdando, y antes de llegar al cruce del Hospital General, le agarré de la falda debido al aspecto aciago del edificio de pompas fúnebres, al otro lado de la acera. Mamá me ordenó que me pusiera frente a ella. Estaba agotado y muerto de hambre. No dije nada porque presentía la pesadez del vaho de sus pensamientos sobre mis delicados hombros. Por momentos me giraba tratando de verle el rostro. No lo conseguía porque ya había oscurecido completamente. Sin embargo, le notaba un triste brillo que le remodelaba los ojos en una peculiar expresión de delirio existencial.
Cuando surcamos el segundo puente sobre el rió Matadero, oímos risas de gente zambulléndose en el agua. Por el cielo ya había salido la luna. El suavizado y pálido manto de las nubes del cielo dejó verterse un claro de luna, manantial en el oasis, que nos iluminó el camino a casa. Mientras, nos adelantaban una y otra vez los coches-taxis destartalados de camino a San Fernando.
Aquella noche, al llegar a casa, mamá estaba exhausta. Palpé unos aguacates que teníamos en el armario de cubiertos de la cocina. Tan solo habían madurados dos; se los llevé. Ella estaba sentada en la entrada de la cocina llena de hollín por el constante humo que producía la leña al cocinar. Tenía la mirada prendida en la débil llama de la lámpara de keroseno con el pómulo apoyado en la palma. Después de partirlos y rociarlos con limón y sal, no quiso comer con nosotros. Despertó a mi hermano Ottoo para ofrecernos media barra de envuelto de yuca que comimos con los aguacates. Ella se conformó con un par de dedos de banana mientras comíamos en silencio sin mediar palabra. Después de cenar cerramos la puerta de la cocina, y mientras cruzábamos el patio familiar hacia el salón y las dos habitaciones, se podía escuchar el llanto de Tomasito desde el hogar del vecino Paco Avenio. Mamá sostenía la lámpara con una mano, mientras que en la otra llevaba a Ottoo. Se giró para ordenarme pasar al frente y abrirle la puerta del salón. Deshice la rancia cuerda de roja tela que sostenía la puerta anudado a un enorme clavo que hacia de encaje. Una vez dentro, se perdió con Ottoo en su habitación. Yo fui a la mía.
En la cama permanecí buen rato mirando el techo en la oscuridad. Los mosquitos se entretenían zumbándome en la oreja. No lo soportaba. Me cubrí con la sábana hasta la cabeza, sin importarme, en demasía, el opresivo olor a orín. Pasé un buen rato pensando en los rostros familiares de la gente, y que había visto por primera vez, ese día durante el reparto de provisiones. Me acordé de cada uno de ellos, los portes andrajosos, de cómo caminaban cabizbajos, como sabedores de que su máxima humillación estuviera al descubierto. Pensé en los pasados macaras del niño vendedor. Reviví cada una de las caras de los militares con ojos inyectados en sangre, intentando aprehender en ellos la tenebrosa fuente que les guiaba en sus actos tétricos. Pensé en Ottoo, en la cara angustiosa de mamá. Deseé que sobre nosotros estuviera observándome un ser superior que me escuchara, que oyera mi milenaria plegaria en esta perdición de nuestras vidas, que en algún momento en la vida consiguiera regalarle a mamá, y a los otros tantos sufridos como mamá, una porción del amor que llevaba dentro y que no sabía cómo desparramar. ¿Es posible verter una vena de fino amor y paz en un desierto en constante caos y brutalidad? Ciertamente contaba ya con abundante lluvia, de agua y llanto, para hacer brotar las flores de la esperanza en esta tediosa desesperanza. El resto dependía del conjuro interplanetario y por si se me caía del cielo una estrella extraviada. Pensaba en la lluvia que me empapaba como si fuera agua de lágrima para las flores desterradas del desierto. Me trasponía… dormía. Soñaba y volaba… Soñaba llorando.
Fuente: propia