Si caminamos por la calle y alguien nos insulta llamándonos “basura” o “saco de mierda”, la reacción dependerá de nuestra educación y equilibrio emocional. Podemos responder con otro insulto, exigir una explicación o simplemente ignorarlo, entendiendo que quien habla desde el insulto quizá arrastra un profundo desequilibrio personal. El insulto, en ese caso, dice más del agresor que del agredido.
Pero la situación adquiere otra dimensión cuando quien emplea ese lenguaje no es un ciudadano cualquiera, sino el presidente de la primera potencia mundial. Un jefe de Estado con un enorme poder político, económico y militar, y al frente de uno de los países que se proclaman como referentes de la democracia moderna. Cuando ese presidente se refiere a “países de mierda”, ya no hablamos solo de una ofensa personal, sino de un insulto dirigido a pueblos enteros, a continentes, a razas, a historias compartidas.
Donald Trump ha utilizado ese calificativo para referirse a numerosos países del África subsahariana. Según sus palabras, serían países que no aportan nada al mundo y que ni siquiera cuidan de sus propios ciudadanos. Es un insulto directo, grosero y moralmente reprobable. Conviene, no obstante, hacer una distinción fundamental: aunque Trump haya sido elegido democráticamente, sus palabras no representan necesariamente el pensamiento de todo el pueblo estadounidense. Trump es una persona jurídica con un estilo propio, una manera concreta —y a menudo irresponsable— de expresarse, que no puede identificarse sin más con la conciencia colectiva de una nación entera.
No me interesa aquí entrar en debates televisivos sobre si sus palabras son “verdaderas” o no, ni en discusiones sobre el papel histórico de Estados Unidos en la creación o perpetuación de la pobreza en ciertas regiones del mundo. Eso corresponde a otros espacios. Lo que me interesa es reflexionar sobre el ofensor y los ofendidos, sobre las víctimas y los verdaderos responsables, y sobre las consecuencias éticas y políticas de ese lenguaje.
El estilo de Trump es conocido: un lenguaje provocador, poco respetuoso, propio de un líder que se mueve más por la intuición y el cálculo empresarial que por la reflexión intelectual o moral. No hay pruebas de que padezca ningún trastorno mental clínicamente diagnosticado, pero sus declaraciones dejan entrever una visión del mundo jerarquizada, donde ciertas naciones y pueblos parecen valer menos que otros. Juzgando únicamente por sus palabras, resulta difícil no percibir un trasfondo racista o, al menos, profundamente deshumanizador.
Pero pasemos a las víctimas. Cuando se habla de “países de mierda”, la generalización es tan amplia que puede parecer abstracta. Por eso conviene concretar. Si Trump se refiere a países africanos, y en particular a países del África subsahariana, tomemos un ejemplo claro: Guinea Ecuatorial. A los ojos de Trump, Guinea Ecuatorial sería un “país de mierda”. Pero ¿por qué?
El problema de los países a los que Trump se refiere no es su gente, ni su cultura, ni su historia. El problema es la pobreza. Y la pobreza no es una condición natural ni inevitable, sino el resultado de decisiones políticas concretas. Trump parece querer que esos pueblos se avergüencen de sus países. Y, tristemente, muchos africanos sienten vergüenza. Pero no de su tierra ni de su identidad, sino de la miseria moral de quienes los gobiernan.
Gobernantes que viven en el lujo mientras su pueblo sobrevive en la precariedad. Gobernantes que viajan a Casablanca, París o Washington, comen en mesas opulentas, compran mansiones en el extranjero y aseguran el futuro de sus hijos fuera del país, mientras millones de sus compatriotas carecen de servicios básicos, educación digna o atención sanitaria. Gobernantes que hacen negocios opacos con empresas extranjeras, creando cuentas bancarias en el exterior, hipotecando los recursos nacionales y dejando a su gente languidecer en la miseria. Eso es la verdadera mierda. No los países. No los pueblos.
Trump se equivoca en el lenguaje, pero acierta —quizá sin quererlo— en señalar una realidad incómoda: muchos países están secuestrados por gobernantes indignos, dispuestos a perpetuarse en el poder incluso a costa de la represión, la violencia y la muerte. Gobernantes capaces de sentarse a una mesa a repartirse el país como si fuera un botín, alimentándose simbólicamente de los sesos de sus adversarios políticos y del sufrimiento de su propio pueblo.
Por eso, para ser precisos y justos, Trump no debería hablar de “países de mierda”, sino de países gobernados por miserias humanas. Porque un país no es su pobreza. Un país es su gente. Lo que destruye a una nación no es la falta de recursos, sino la falta de ética en quienes la dirigen.
La dignidad de África no se defiende negando la realidad ni victimizándose eternamente. Se defiende nombrando a los verdaderos responsables, exigiendo rendición de cuentas, formando ciudadanos críticos y apostando por liderazgos nuevos, honestos y competentes.
Ningún pueblo es basura. Pero sí hay gobernantes que han hecho de la basura su manera de gobernar.
Fuente: reflexión