Intervención de Donato NDONGO BIYOGO
Conferencia-Coloquio en la tarde del día 13 de Diciembre de 2013.
Buenas tardes:
Agradezco la amable invitación de la UNED, en especial la confianza del profesor Juan Aranzadi, que han posibilitado que me encuentre ahora entre ustedes. Pese a estar rodeado de tan doctos sabios, no esperen de mí hoy una disertación académica. Hablaré de hechos que conozco bien, por haberlos vivido, por haber protagonizado muchos de ellos, por haberles dedicado innumerables horas de estudio y reflexión durante largas décadas. Llevamos años, demasiados años, siendo amables, discretos, “buenos chicos”. Hemos perdido demasiado tiempo en ensoñaciones ingenuas, aguantando humillaciones, esperando que otros resuelvan nuestros problemas. Les anuncio que eso ha cambiado. Pueden matar a este humilde mensajero, pueden aniquilar de cualquier forma a este pobre testigo, pero les aseguro no soy el único guineano con conciencia y determinación; otros compatriotas que sienten lo mismo porque todos lo padecemos -incluida la inmensa mayoría de esos que en apariencia colaboran con la opresión-, no dejarán caer el estandarte -“antorcha” ya suena feo-. Demasiados guineanos han muerto por la causa de nuestra libertad; demasiados guineanos han muerto en la indignidad. Pararemos esto, porque lo podemos parar.
Tenía 17 años el 12 de Octubre de 1968. Me encontraba en España, terminando el bachillerato en un colegio de religiosos, donde cincelaron en mi espíritu valores como el esfuerzo y el sacrificio, el amor al estudio y a la verdad; pero, sobre todo, la honestidad y el sentido de la dignidad. Valores que, junto a la libertad como bien supremo, no contradecían, sino reforzaban, las enseñanzas y el ejemplo de mis mayores, depositarios de la tradición fang: mis padres, mis tíos y mis abuelos contribuyeron a forjar esta doble identidad que ostento con orgullo. De manera que cuando dicen que “los negros son tal y cual”, no me veo reflejado, ni reconozco a mi gente en esa imagen perversa que esparcen los manipuladores y algunos asumen. No. No todos los negros son iguales. Los hay asesinos, y la mayoría no hemos matado; no nos identificamos con los ladrones, porque nunca hemos robado; los hay vagos, y otros trabajamos más horas que un reloj. Que no nos revuelvan a todos en la indignidad, porque ni es verdad, ni es justo. Los negros normales, como los blancos normales, aspiramos a ver transcurrir nuestro tiempo sobre la Tierra con la mayor tranquilidad posible, realizando los anhelos, satisfaciendo las necesidades, afrontando los desafíos cotidianos inherentes a la condición de existir. También somos hijos de la utopía: soñamos con la felicidad. Todo lo demás son mitos, y tenemos la obligación de enterrar tales mitos.
El hecho es que, más de 46 años después de aquel 12 de Octubre, sigo aquí. Ayer cumplí 63 años. Es toda una vida. Una vida frustrada, sin alcanzar a realizar los anhelos. No vinimos aquí a soportar estos fríos. No vinimos aquí a buscar mujeres blancas. No vinimos aquí para admirar monumentos. Vinimos para adquirir conocimientos que, dijeron, nos depararían una vida mejor. Vinimos a construir nuestro futuro y el de nuestro pueblo; pero el futuro llegó, y casi ha pasado. Descubrimos que todo resultó una gran mentira. Nos engañaron, y es natural que estemos indignados. Cuando, en mi colegio, leí por primera vez ”Todo se derrumba”, la novela de Chinua Achebe que decidió mi vida -como bien recoge el profesor Joseph Otabela en el estudio que dedicó a mi trayectoria vital y profesional, aquí presente- una de mis reflexiones fue si había merecido la pena que unos extranjeros descoloridos -no es despectivo, está demostrado por la ciencia evolutiva- surgidos de las aguas invadieran nuestras aldeas. Hubiera sido mejor permanecer en nuestras selvas, con nuestros climas insalubres pero cálidos, con nuestras comidas bien nutritivas aunque para otros “asquerosas”, con nuestras tradiciones “salvajes”: jamás hubiésemos sido humillados. Pero nos trajeron aquí embaucados, llenaron nuestras cabezotas con ideas ilusorias, nos obligaron a aprender a leer y escribir, y ahora no saben qué hacer con nosotros. Nos han inutilizado para la supervivencia en nuestra naturaleza, nos han inutilizado para la vida en su “civilización”.
¿Qué esperan, pues? ¿Que nos callemos ahora y olvidemos que existe la libertad de expresión? ¿Que reprimamos nosotros mismos nuestros derechos, y ni podamos patalear? ¿Que “arraiguemos” en este gélido erial? Imposible. Hemos aprendido sus trucos: ahora, aguántennos. Si no, no habernos mostrado el camino; no habernos sacado de allí. Nadie les llamó.
Ilustres estudiosos, como el antropólogo e historiador Gustau Nerín, han descrito bien qué fue la colonización. Hoy, tenemos que soportar impotentes que pongan concertinas en las fronteras -o sea, cuchillas que hieren, heridas que nadie cura- para “disuadir” -palabra del excelentísimo señor de la cosa- nuestra venida, cuando bien saben que llegamos espoleados por los tiranos que nos colocaron, a los que protegen de todo intento de cambio. La minas antipersonas son más “disuasivas”: que las siembren de una vez, y se dejen de eufemismos que a nadie engañan. No hay noticia de que hayan “disuadido” la entrada de ninguno de los numerosos evasores de nuestras divisas que desembarcan a diario en Barajas desde mullidos butacones de “busines class” para depositar ese inmenso botín en sus Bancos. Las vallas con cuchillas son para nosotros: los pobres diablos que huimos de las tiranías impuestas y sostenidas desde aquí. Y mientras no cambien su relación con nuestros países, la inmigración seguirá imparable, aunque sólo sea para darles dolor de cabeza. Casi seis siglos de esclavitud y colonialismo entrenaron al africano en el sufrimiento y la paciencia, y la mera represión jamás nos “disuadirá”, pues el verdadero “efecto llamada” es el empecinamiento en negar nuestra humanidad, que conlleva la dignifi-cación. Y si no hacemos nada, europeos y africanos, sembrarán las fronteras de minas, y seguirán distrayéndonos con las estériles tertulias televisivas y radiofónicas. Hace décadas que suceden estas cosas, y cada día giran un poco más la tuerca. Por eso digo que esto debe cambiar, y cambiará. No es natural, ni lógico, permanecer en la pasividad. Que los sádicos sepan que no somos masoquistas. Que sepan que sus acciones y omisiones nos duelen a horrores en el alma y en el cuerpo. Por eso debemos intentar, con toda nuestra convicción, realizar los ideales que nos inculcaron en nuestra cuna y en torno al fuego en nuestras aldeas, en los bancos de sus colegios y universidades, y en sus libros, puesto que no son antitéticos: libertad, igualdad, dignidad. Desde nuestro encuentro con los europeos hace seis siglos, la relaciónes la misma: explotación de nuestros cuerpos, explotación de nuestros espíritus, explota-ción de nuestros recursos, legitimadas por sus sátrapas locales. Intentemos establecer una nueva alianza, trazar nuevos puentes que nos conduzcan a un Humanismo que dé satisfacción a las aspiraciones y necesidades de nuestros pueblos.
El análisis de la Historia agregó a mi bagaje intelectual y vital ciertos conceptos: más importante es la fortaleza moral que el poderío basado en la fuerza; la razón, y no el dominio, impulsa del progreso de las sociedades. Me siento entonces más seducido por el altruismo de quienes fueron capaces de sacrificarlo todo, hasta su vida, por la libertad y la dignidad de sus semejantes, incluidos sus enemigos, como -cada cual en sus circunstancias- Pericles, Demóstenes, Lincoln, Lumumba, Nkrumah, Malcolm X, Martin Luther King, Amílcar Cabral, Thomas Sankara, Salvador Allende o Nelson Mandela, cuya causa defendí cuando se pudría en la cárcel y todos le consideraban un peligroso terrorista comunista, un indeseable racista anti-blanco; cuando los hipócritas que hoy le jalean -negros y blancos- hacían suculentos negocios con sus carceleros. No me interesan las heroicidades de Antígono de Macedonia, Julio César, Felipe II y sus conquistadores, Napoleón, Hitler, Stalin, Mao Zedong, Sékou Touré o Mobutu, pues el modelo no puede ser la inhumanidad, la rapiña y el terror, la construcción de imperios efímeros sobre montañas de cadáveres.
Siento ser heterodoxo: dejé de compartir hace mucho el entusiasmo generalizado por los hermanos Castro, dada la deriva de una revolución fosilizada que, tras más de medio siglo, apenas presenta balances positivos en términos de libertad y bienestar de los cubanos. Nunca me ha movido ni la ambición de poder ni el afán de riquezas. Aunque, por desgracia, ya no pueda apelar al testimonio de amigos muertos, como Anselmo Nsue Eworo, Leandro Mbomío o Felipe Hinestrosa, sí puedo acudir al propio presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, a alguno de sus hermanos y a otros próximos suyos, que no me dejarán mentir -y si mienten, allá ellos- al firmar que pude ser ministro de Información, Turismo y Cultura en 1989; ministro de Educación en 1992; ministro de Asuntos Exteriores en 1993, y embajador en España en 1994. Un allegado de ese autoproclamado “dictador de normas” me pidió mi número de cuenta en España, en junio de 1994, para que me ingresaran “todo el dinero que quisiera”, porque, me dijo, “los españoles no te pagan nada”. Yo era Delegado de la Agencia EFE; la condición era que les chivateara las andanzas de los españoles en Guinea, sobre todo los de su Embajada, así como mis contactos con amigos opositores como Plácido Mico y Severo Moto. Como nadie ha oído nunca que yo ocupase ningún puesto político en mi país, no les será difícil adivinar mi respuesta. De todo ello provienen mis desgracias. De manera que, en mi concepción, la honestidad no es un concepto retórico, ni una pose, sino una convicción muy profunda llevada en múltiples ocasiones hasta sus últimas consecuencias a lo largo de mi vida. Y así seguiré, pese a quien pese; ya me resulta imposible cambiar, si bien tengo clara la sentencia de D. Benito Pérez Galdós: “la coherencia es una virtud que no da de comer”.
Llevo, pues, casi medio siglo en España. Cuando llegué, el general Francisco Franco residía en el Palacio de El Pardo; el almirante Luis Carrero Blanco era el vicepresidente del Gobierno; el ministro de Asuntos Exteriores se llamaba Fernando María Castiella; el de Información y Turismo, Manuel Fraga Irribarne. Recuerdo con nitidez el revuelo suscitado por el corto viaje a Madrid de la reina Victoria Eugenia, para amadrinar a su bisnieto Felipe, hoy Príncipe de Asturias. Recuerdo con claridad aquel 18 de julio de 1969, cuando Franco instauró como heredero a Juan Carlos de Borbón. Viví doce años en Madrid, trabajando en medios importantes como la revista “Índice”, “Informaciones” y “Diario 16”; colaboré con asiduidad en “Historia 16”, “Destino” y “El País”; hoy, sigo escribiendo en éste último, en “ABC” y donde me llaman; mantengo, desde hace 18 años, una columna mensual en “Mundo Negro”, revista en la cual se me puede leer desde 1976. De 1981 a 1985 fui director adjunto del Colegio Mayor “Nuestra Señora de África”, que rescatamos de una Dirección General denominada “De Organismos a Extinguir”, para situarlo como principal -entonces único- foco difusor del africanismo en España. Además de mi contribución al conocimiento de la historia de mi país, pues escribí el primer libro sobre el tema, que abrió un camino ahora fructífero, puedo afirmar que la Asociación Española de Africanistas, cuya deriva posterior no comparto, fue creada a idea mía, y con mi agenda, como recordarán -entre otros- Carlos González Echegaray, Carlo Caranci y Marta Sierra. Pudimos hacer muchas más cosas desde el Colegio África, pero topé con lo que el entonces subsecretario de Asuntos Exteriores, Gonzalo Puente Ojea, en carta que aún conservo, llamó “mentalidad de mercader” del entonces ministro de Economía, Miguel Boyer. Gracias a ese impulso, se concibió la idea de nombrarme director adjunto del Centro Cultural Hispano-Guineano de Malabo, adonde me trasladé en octubre de 1985. Como nota aclaratoria, debo precisar que ese nombra-miento coincidió con el conflicto suscitado por mi oposición frontal a las prácticas totalitarias y a la corrupción introducidas por el nuevo director, Luis Beltrán, que, por cierto, me debía el cargo, como seguramente recordará Ricardo Peydró Conde, primer director de la Oficina de Cooperación con Guinea en la etapa socialista. Creo ser un tipo amable y de trato fácil, y tengo a gala no ser sectario; pero debo admitir que Beltrán es una de las dos únicas personas, de las miles que conozco a lo ancho del mundo, a las que me he negado a dar mi mano. El otro es “Bathó” Obama Nsue, de sobras conocido por los guineanos.
Mi labor en Malabo es suficientemente conocida, y sus frutos permanecen: sobre todo, en la promoción de la literatura, de las artes plásticas y la música de mi país; uno de mis logros más estimados fue la creación del Centro Cultural Español de Bata; todo eso está ahí, aunque nadie parezca querer reconocerlo hoy -ni siquiera aquellos que viven, y muy bien, de mi esfuerzo-, debido a la nitidez de mi oposición contra la tiranía imperante en Guinea Ecuatorial. Somos perseguidos por lo mismo que otros son premiados. Desde 1987 simultaneé, a petición de compañeros y amigos como Miguel Ángel Aguilar y Andreu Claret Serra, mi puesto en el Centro Cultural con la corresponsalía de la Agencia EFE; tras sanear la estructura de aquella Oficina de Malabo, en todos los sentidos, renuncié a ese trabajo, aunque seguí colaborando con mis sucesores. A raíz de episodios lamentables -que ilustran bien cuanto ocurre en Guinea, la concepción que su dirigente tiene del poder, de la Prensa y de las relaciones con España-, en 1992 fui nombrado Delegado de EFE para África Central, hasta que tuve que huir en octubre de 1994. Las circunstancias de mi salida de Guinea son bien conocidas por, entre otras personas, Alfonso S. Palomares, entonces presidente de EFE, y José María Ridao, ministro consejero de la Embajada de España. Y por, lo descubriría tiempo después, ¡oh casualidad!, Miguel Ángel Moratinos, director general de África con Javier Solana. Tras un año en Libreville, regresé al exilio.
Mi distanciamiento físico del país no fue una claudicación. Soy guineano donde esté, y trabajo y seguiré trabajando por la libertad y prosperidad de mi patria y de mis compatriotas, con las únicas armas que tengo, la palabra hablada y escrita. Cuando es justa, penetra mucho más que las balas -aunque un conspicuo torturador, el general Manuel Nguema Mba, sostenga lo contrario- y es más eficaz que la violencia, porque permanece en las mentes y en los corazones durante siglos, milenios. La nostalgia de la libertad llevó al suicidio al admirado Stefan Zweig. No seguiré esa senda en extremo pesimista; no estoy desesperado. Siempre que sea posible, mejor vivir por la libertad que morir por ella: la vida es germen de toda idea, la idea genera la acción; cada muerte, sobre todo la muerte estéril, es un triunfo para los opresores y sus epígonos, que prefieren el silencio, si es eterno, mejor. Cuan mosca cojonera, mis palabras les incomodan, les impiden dormirse en la autocomplacencia; roen sus cimientos, hoy menos sólidos que ayer. Por eso sigo. Creen que me daña su pobre venganza; pretenden rendirme mediante el hambre y las amenazas; cierto que preferiría una existencia menos angustiosa, sobre todo para mi familia, porque toda mi vida he trabajado honestamente para conseguir lo poco que tengo, y podría estar mucho mejor a mis años, con crisis o sin ella; pero deben saber que su ensañamiento es un acicate, un estímulo para seguir en la brecha; la iluminadora novela de Alan Silitoe, La soledad del corredor de fondo, leída en mi juventud, entrenó mi espíritu y fortaleció mi ánimo; soy, pues, como decían aquellos, “inasequible al desaliento”; lejos de amilanar-me, la malquerencia reafirma la convicción y la determinación. Tenemos razón, y lo saben. Por ello es más gratificante esta ardua tarea de propiciar la recuperación de nuestra libertad y de nuestra dignidad.
De manera que tengo suficiente experiencia. Conozco muy bien el entramado, los entresijos, de las relaciones entre España y Guinea Ecuatorial. No sólo desde la investigación intelectual, sino desde las vivencias. Fui de los estudiantes guineanos a los que Carrero Blanco, para intentar tapar las vergüenzas de una descolonización deshonrosa, un verdadero fiasco cuyos efectos perniciosos aún padecemos, privó de becas y de la nacionalidad española, dejándonos en la indigencia, desvalidos e indocumentados. Algún día lo explicaré con detalle; hoy puedo decir, con verdad, que fui el “descubridor” del resquicio que nos permitió dejar de ser indocumentados para ser “apátridas”; al menos, desde entonces pudimos presentar a la Guardia Civil un papel si nos pillaban besando a una chica un parque. Testigo de ello fue Leandro Mbomío, al que quise como a un hermano mayor y cuya memoria jamás mancillaré con una mentira. Personas que luego serían amigos entrañables, como Fernando Morán y Emilio Cassinello, entonces responsables de la Dirección General de África en el Ministerio de Asuntos Exteriores, conocen mis esfuerzos denodados por la supresión del secreto oficial decretado por Franco sobre toda información relativa a Guinea Ecuatorial, la “Materia Reservada”.
Prominentes personajes de la época conocen bien cómo y por qué elaboré y distribuí a todos los partidos de la oposición democrática española -no sólo a los socialistas, como se tergiversa sin conocimiento, arteramente- el luego famoso “dossier Trevijano”, que permitió a España realizar una Transición sin excesivas convulsiones, cuyos beneficios disfrutan hoy cuarenta y cinco millones de españoles. Esteban Nsue Ngomo, Andrés Moisés Mba Ada y Andrés Nchuchuma han fallecido, pero aún viven Juan Balboa Boneke, Anacleto Oló Mibuy y el sacerdote Jesús Ndong Mba-Nnegue, que pueden dar fe de cuanto digo. No es necesario remontarse al “escándalo Nombela”, un episodio acaecido durante la II República -tema de investigación que brindo gustosamente a los historiadores aquí presentes- para ilustrar que Guinea ha influido de manera determinante, más de lo que se supo-ne, en algún período de la Historia de España. Por las trazas, no se ha aprendido la lección.
He tratado mucho a variedad de personajes que tuvieron sobre su mesa el tema guineano, antes y después de agosto de 1979. Conozco los mejores restaurantes de Madrid, a los que se me invitaba a comer para hablar de esas cosas. He escrito cientos -quizá miles- de artículos, y libros. He pronunciado innumerables conferencias en medio mundo, e intervenido en documentales y debates. Pude seguir de cerca la actividad -o más bien lo contrario- de los cooperantes en la isla y en la parte continental, así como los avatares de todos los embajadores de España, cónsules y funcionarios, desde José Luis Graullera hasta hoy, a la mayoría de los cuales conocí perso-nalmente y di consejo. Recuerdo muy bien a Jesús Martínez-Pujalte, primer director general de la Oficina de Cooperación con Guinea, y a sus sucesores; alguna idea mía fue útil durante el proceso de creación de la Agencia Española de Cooperación Internacional, con Fernando Riquelme. He sido llamado a despachos oficiales aquí en Madrid, para ser amonestado y amenazado -incluso con expulsarme de España-, o para intentar cambiar mi postura frente a la tiranía. Pues bien: toda esa experiencia, empírica e intelectual, me permite decir aquí hoy que España siempre se ha equivocado y siempre se equivocará mientras no comprenda que Guinea Ecuatorial no es propiedad de una sola persona, de una sola familia, de un único clan; todos los guineanos somos Guinea. La política exterior hacia Guinea no puede ser articulada desde la cortedad; requiere amplitud de miras, gestionando el presente con visión de futuro.
La política no puede reducirse a pergeñar frases bonitas y expresiones más o menos logradas, eso que llaman “diplomacia”, y resulta ser solo demagogia; los políticos están para resolver los problemas de la gente. Guinea es un problema, y no se resuelve con palmaditas en la espalda del tirano, ni, menos, corriendo al son de su silbido; España nunca ha sido respetada por los dirigentes de Malabo, porque descubrieron su servilismo, su poquedad; saben que desde Madrid jamás recibirán reprimenda alguna que pueda surtir efecto, hagan lo que hagan, al carecer de instrumentos y, lo que es peor, de objetivos claros y definidos. Por eso Obiang ha entrado de lleno en la politiquería española, y adula a los populares cuando gobiernan, y les insulta cuando están en la oposición; y al revés: Obiang es más “socialista” que Pablo Iglesias cuando el PSOE está en el poder. Se conformaron con eslóganes: “Obiang es pro-español”, sin un análisis que lo respalde. Yo soy fang, entiendo y hablo fang, y sé cuanto dicen cuando hablan en fang, cuando no pueden oírles “los blancos”. Juego que le permite oscilar a su antojo entre España y Francia: cuando le conviene, echa pestes del colonialismo español, para, a renglón seguido, denostar del imperialismo francés. He oído a sesudos políticos y diplomáticos españoles ponderar la “inteligencia” de Obiang; y yo aseguro, puesto que le conozco mejor que cualquier español, incluso los que llevan años en Guinea, que Obiang no es inteligente; una persona inteligente no actúa como él. Obiang posee la astucia del cazador, el instinto del depredador, como buen hombre del bosque. No se tome como insulto: insisto en que yo también soy fang, y creo que cuantos guineanos se hallan en esta sala estarán de acuerdo conmigo.
Si añadimos la mala conciencia de colonizadores nada brillantes -aunque se derriten cuando les halagan los oídos-, que ni siquiera conocen la historia de su paso por Guinea y se contentan con gestos propios de un patrioterismo decimonónico, se comprende mejor por qué Obiang logra engañarles a todos desde hace tanto tiempo, mucho antes de que le colocaran donde está. Mano derecha de Macías, jefe de los escuadrones de la muerte en la isla de Bioco, fue ascendiendo de alférez a teniente coronel y viceministro de Defensa, cargos que ostentaba cuando derrocó y fusiló a su tío; cuando iba a ser engullido por la maquinaria sanguinaria diseñada y alimentada por él mismo, supo convertirse en víctima del sistema del que era el amo. Esa es la verdadera historia de lo que llamaron “Golpe de Libertad”. Perfecto simulador, embauca y seduce a todos los presidentes españoles, desde Adolfo Suárez al actual.
Recordamos su primer viaje a Madrid, en 1980, durante el cual fue agasajado como un mimo extraordinario; los acuerdos entonces suscritos, recogidos en un Tratado de Amistad y Cooperación, fueron letra muerta a los pocos meses; ninguno subsiste; los culturales se reducen a los Centros y la UNED; y todos sabemos que éstos tienen decretada la fecha de caducidad, a la vista de recientes acontecimientos que todos conocemos, que, como siempre, han sido hurtados a la opinión pública. Crearon Guineo-Española de Minas (GEMSA), y nunca llegó a funcionar porque Obiang prohibió las prospec-ciones mineras; crearon Guineo-Española de Petróleos (GEPSA), y ahí están los resultados: miles de millones de pesetas malgastados sin que España se beneficia ni de una gota de petróleo; crearon el Banco Exterior de Guinea Ecuatorial y España (GUINEXTEBANK), arruinado por Obiang y su familia; crearon una compañía aérea mixta, que jamás existió. Cerca de 35.000 millones de pesetas gastados en coopera-ción no fructificaron en ninguno de los sectores. Sé bien lo que digo: en Educación, buque insignia de la Cooperación, sólo unos cuantos guineanos pudieron obtener una formación universitaria, cuyo impacto social es nulo; los estudios primarios y medios realizados en Guinea no son reconocidos ni en España, y todos sabemos que la UNGE es una ficción, por decirlo con suavidad; en Sanidad, otro de los emblemas, no existen infraestructuras sanitarias derivadas de aquellos programas; algunos guinea-nos recibieron asistencia puntual durante un corto tiempo; los programas agrícolas sólo sirvieron para que Obiang y los propios cooperantes comieran huevos proceden-tes de la granja de Musola en una época en que en Malabo no había ni huevos; y así podríamos seguir, hasta concluir que el balance de la cooperación española es un fra-caso rotundo. ¿Por qué? A mi entender, porque los españoles jamás se han molestado en conocer a los guineanos, más allá de sus criados y sus amantes ocasionales. Algún día descenderemos a los detalles, que sonrojarán a este pueblo español al que se engaña sistemáticamente sobre la verdadera naturaleza de las relaciones mutuas.
Tras la independencia, la moneda siguió siendo la peseta, que en algún momento se llamó “peseta guineana”. Desaparecido Macías, España intentó respaldar el “ekuele”, la moneda de la primera tiranía, para hacerla convertible. Todas las medidas propuestas por el Ministerio de Economía y el Banco de España fueron rechazadas por Obiang. Aún recuerdo los frustrantes viajes del entonces ministro José Luis Leal Maldonado, y las incesantes delegaciones del Banco de España. Sin embargo, el Gobierno guineano aceptó sin reservas las impuestas por Francia para entrar en la Unión Aduanera y Monetaria del África Central (UDEAC), hoy Comunidad Económica y Monetaria (CEMAC). Para economistas prestigiosos -Fernando Abaga Edjang, por ejemplo- las condiciones francesas fueron más draconianas que las españolas. Guinea entró en el área del franco sin ninguna garantía, principalmente para “castigar” a su antigua potencia colonizadora y alguna otra razón infame. No lo digo yo; véanse las declaraciones del propio Obiang y su equipo en aquellos momentos. Con el advenimiento del franco CFA, España perdió los últimos instrumentos que tenía: todos los sectores decisivos, incluso la lengua oficial, pasaron al ámbito de los intereses de otras potencias.
Paralelamente, España ha ido influyendo cada vez menos en la política guineana. Sin ser exhaustivos, baste recordar las humillaciones recibidas en sus viajes ecuatoriales por el presidente Leopoldo Calvo-Sotelo; el general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente con Suárez; el general José Sáenz de Santamaría; el ministro Fernando Morán -a propósito del asunto del sargento Venancio Micó, refugiado en la Embajada de España porque iba a ser fusilado tras lo que se presentó como un enésimo “intento de golpe de Estado”, al que España entregó bochornosamente-; recuérdese el fracaso de la mediación de Adolfo Suárez en la fallida “Transición guineana”, propuesta por Felipe González durante su viaje a Guinea en noviembre de 1991, porque Obiang amenazó con bombardear su avión si volvía a Malabo para reunirse con la oposición.
Permítanme un inciso: desde su legalización en 1976, asistí como invitado a todos los congresos ordinarios y extraordinarios del PSOE; fui el único negro entre la multitud que abarrotó los salones del hotel Palace aquella noche del 28 de octubre de 1982, tras la proclamación de la histórica victoria socialista. Pero mi visión crítica del viaje de González, que, a mi parecer, sólo sirvió para que la televisión guineana cerrase sus emisiones con el abrazo entre Obiang y el dirigente español, supuso para mí la inquina del PSOE; por mis quejas -expresadas en privado- ante las marrullerías y obscenidades políticas de mi examigo Luis Yáñez, entonces secretario de Estado de Cooperación Internacional, al que vi presidir la Comisión Mixta en Malabo, en 1985, me borraron de la lista de personas gratas; hace veintidós años que permanezco alejado de un partido que supuso para nosotros una esperanza, pues también nos incumbía el “cambio” proclamado en el eslogan. Así nos lo prometieron. Hay testigos. A los maliciosos que hablan y escriben sin saber, les remito a mi artículo “Felipe nos debe un paquete de cigarrillos”, publicado en “Diario 16” en septiembre de 1985. Otro inciso: intentaron “compensar” mi portazo creando un supuesto “Partido Socialista de Guinea Ecuatorial” con el primero que pasó por allí, que resultó ser Tomás Mecheba Fernández-Galilea; no les arrendé la ganancia; no necesito hablar bien ni mal de nadie -una constante en mi vida- pues el tiempo se encarga de poner a cada cual en su sitio; pero salta a la vista la “perspicacia” de políticos tan sesudos. Otros episodios sustanciosos se conocerán cuando toque. Ya lo advierto: yo no maté a Prim. Mis palabras, como he dicho en ocasiones, jamás deben ofender, pues su propósito es siempre una propuesta de reflexión, que debe llevar al dolor de los pecados y al propósito de enmienda, según aprendimos en el catecismo del Padre Claret. Pero ya lo verán: unos y otros intentarán colgarme algún absurdo sambenito. No, yo no maté a Prim.
Por suerte, conservo fluidas relaciones personales con gente razonable de cualquier color; hoy, el tema guineano no es cuestión de ideologías; no importa quién esté en La Moncloa, sino qué se haga por nuestra libertad y nuestra dignidad. Para mí, ni la política, ni ninguna ideología, son artículos de fe, y menos un dogma. Quiero a mi patria, persigo los intereses de mi país y de mis compatriotas, y eso está por encima de cualquier otra consideración. Naturalmente que tengo ideas políticas, persigo un modelo de sociedad, tengo claro el mundo que deseo para mí y los míos; pero al carecer de derecho a voto aquí y allá, jamás he tenido necesidad de escoger una papeleta u otra. Lamento la rotundidad: de Franco a hoy, todos son iguales, porque ningún partido, ningún gobernante español, se ha aproximado a nuestras necesidades, indagado nuestras percepciones ni satisfecho nuestros anhelos. Por eso no tomo partido en la política española, ni opino públicamente sobre sus problemas, que conozco al dedillo tras cuarenta y nueve años de vida aquí. Otros debieran ser también prudentes y respetarnos algo más.
Hoy, España se desliza por la misma senda. Están siendo engañados de nuevo por Obiang. Cada inquilino de La Moncloa, cada ministro de Asuntos Exteriores, cree que resolverá “el caso guineano”; cada embajador, cada cónsul en Bata, sin conocer siquiera Niefang, que está al lado, creen saber más sobre Guninea que nosotros. Por eso terminan resbalando, y encima se permiten emitir juicios ofensivos sobre quienes resistimos las presiones de la tiranía. Ofensas que son anotadas minuciosamente en nuestro espíritu. Todos vimos cómo Obiang condecoraba al ministro Miguel Ángel Moratinos en 2009; él y su secretario de Estado, Bernardino León, casi pasaban más tiempo en Malabo que en Madrid; cualquiera puede ver a tal paladín del “progresismo” -está en internet- vestido con el “popó” de Obiang con la efigie del tirano hasta las cachas. Así asiste, como un “antorchón” más, a las reuniones del Partido único. Todos recordamos -y algunos hemos protestado públicamente- cómo “demócratas de toda la vida” -diputados Gustavo de Arístegui, Josep Antoni Durán i Lleida y demás-, tras unas horas recibiendo los agasajos del dictador, regresan ponderando las excelen-cias de aquella democracia, y la benignidad de tal régimen. Solo se nos ocurre sugerir que se pinten de negro -como el falso rey mago que pronto desfilará por estas calles- y pasen un solo mes en las condiciones de miseria y opresión que soporta cualquier guineano en Ñumbili, Bantabaré, Mbagan o Akonibe. Que se pongan en la piel de tantas viudas, huérfanos y demás deudos de los miles de guineanos asesinados por esa “democracia modélica”. Que sufran una sola noche las palizas y torturas infames que padece cualquier guineano razonable en las infectas comisarías de la tiranía, o en los penales de “Black Beach” o Evinayong, donde personas encarceladas por exigir libertad y desarrollo comen sus excrementos y beben su propia orina. Que duerman una sola semana en esas casuchas inhóspitas, sin luz eléctrica la mayor parte del año, en barrios polvorientos o llenos de barro e infestados de ratas, picoteados por los anófeles. Que defequen bajo los platanares, se bañen en arroyos, que beban aguas contaminadas. Que durante sólo tres días tiembles por las fiebres palúdicas o se deshidraten por la diarrea, sin medicamentos a su alcance. Que sus hijas apenas adolescentes sean estupradas y embarazadas con total impunidad por pervertidos cuya inhumanidad clama al cielo. Que se adentren en esos “hospitales” que no mere-cen tal nombre. Que sus bebés nazcan con estrés o mueran de malnutrición… En fin: todos vimos cómo el presidente del Congreso de los Diputados, el templo de las liber-tades españolas, rendía pleitesía a uno de los dictadores más crueles y corruptos de la Tierra. No lo digo yo: todo esto, que se sabe hasta en las aldeas más recónditas de Oklahoma, lo ignoran los políticos españoles más renombrados.
Pues bien: todos esos gestos, incomprensibles desde la lógica, desde la razón y desde los intereses de España, tuvieron su correspondiente contrapartida. Sin ser mal pensados, pues ignoramos el contenido de sus carteras y maletines, lo que trasluce es el servilismo -queremos creer que gratuito, al no ser mal pensados- que contamina hasta instituciones tan sagradas como la Real Academia Española de la Lengua. Los ilustres académicos tuvieron que sentar a su lado a guineanos que jamás escribieron un libro decente -la literatura es, sobre todo, un arte sujeto a las leyes de la ética y de la estética, no se olvide-, ni realizaron investigación filológica alguna, ni pueden exhibir ningún mérito al respecto, salvo el de aduladores del “jefe”. No hablo a humo de pajas: les conozco bien a todos ellos, incluido mi hermano de tribu Federico Edjo, doctor ingeniero nuclear por una ignota Universidad soviética, que no tiene, ni de lejos, vinculación alguna con el mundo cultural, ni guineano ni español. La génesis de la creación de la Academia Guineana de la Lengua Española está en mis esfuerzos por constituirla. Quien lo dude, puede leer mis propuestas al respecto en la revista “África 2000”, que promocioné y dirigí desde el Centro Cultural Hispano-Guineano. Por cierto, recuerdo que la idea prendió en el llamado Consejo de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, dirigido a la sazón por el difunto Constantino Ocha’a Mve y Trinidad Morgades; cuando la plantearon al señor presidente, éste reclamó para sí la presidencia de la Academia. Respondí con rapidez: “por encima de mi cadáver”. Era obvia la intención de coparlo todo, y, a mi parecer, un solo individuo, sin ningún currículo que lo avale, no puede presidirlo todo; determinadas parcelas deben preservarse, reservadas al ámbito profesional, científico, académico e intelectual, aunque sólo sea por decencia. Si, como ocurrió -y no señalo a nadie- otros le regalaron títulos académicos, yo me negué a contribuir a la edificación de esa mascarada totalitaria. Por eso no hubo Academia. No revelaré mis fuentes, obvio es, sobre todo para protegerles -aún viven en Malabo- pero ésta es la pura y única verdad. Mientras ideas tan nobles como necesarias sucumben ante intereses espurios de manipuladores inescru-pulosos y megalómanos que pisotean hasta lo más sagrado, existe una pléyade de esforzados creadores y sacrificados investigadores guineanos; la desgracia para el país es que los más representativos, los que ostentan por derecho propio el liderazgo cultural, están exiliados. Tengo testigos de mis frecuentes entrevistas con Leandro Mbomío, aquí en Madrid, siempre a petición suya; la última, pocos meses antes de su muerte. El tema recurrente era mi regreso a Malabo; en una de esas ocasiones, me informó sobre el inminente nombramiento de los académicos correspondientes; en su opinión, una de las plazas me correspondía de manera natural, por mi trabajo y por mi impulso, que conocía; incluso me ofreció la presidencia, en nombre de Obiang según dijo, a condición de que hiciera “lo que hacen los demás”. Y aquí sigo sin sillón, salvo el sofá de mi casa…
No quiero ser prolijo. Basta leer la Prensa para informarse de las medidas y decisiones adoptadas en los últimos tiempos para darse cuenta de que el único objetivo de la acción española en mi país es dar coba a un señor que les desprecia desde lo más profundo de su ser. La magnitud de la crisis económica de España -que ha suspendido becas a estudiantes de posgrado- no encaja con la condonación de la deuda a una Guinea Ecuatorial con una renta similar; y si tenemos en cuenta que Obiang figura en la revista Forbes entre los más ricos del mundo; los dispendios de sus hijos, esposas, hermanos, suegras, sobrinos, primitos y demás; cuando organismos competentes afir-man que entre 2001 y 2010 han “desaparecido” de Guinea, rumbo a los paraísos fiscales -y algún Banco español- al menos 10.030 millones de dólares, no se sabe qué decir.
Cuando el Gobierno de España indulta a asesinos frustrados de opositores guineanos en Madrid, condenados por la Justicia, no se sabe qué decir. Como tampoco sabemos qué decir ante el hecho de que, de los sesenta y tantos personajes que componen el Consejo de Ministros de Malabo, dos -uno de ellos viceprimer ministro y ministro de Educación sin apenas saber garabatear su propio nombre- han sido expulsados de España por tráfico de drogas; el estatuto diplomático les libró de una celda en Alcalá Meco, aunque, en teoría, no pueden pisar territorio español; sin embargo, pasean por estas calles a su antojo, con maletines repletos de billetes de 500 euros, comprando chalés, pisos y coches de lujo al contado, sin que Hacienda, Aduanas o la Guardia Civil les eche el guante… Políticos españoles de derechas e izquierdas se permiten diseñar desde sus despachos madrileños liderazgos artificiales en Guinea, negando la esencia misma de la democracia de la que ellos disfrutan, reafirmando nuestra percepción de que nos consideran tontos. Al final, pasa lo que pasa, y nada cuaja, convertido en agua de borrajas… No sabemos qué decir ante tantos agra-vios, pero están cincelados en nuestras almas.
Y ahora mismo se adentran en la misma senda, amparando a liberticidas, a tortura-dores, a delincuentes de toda laya. La Justicia francesa encausó, condenó y ordenó capturar al primogénito del dictador, medida a todas luces proporcionada a los infini-tos abusos del Delfín. Y en lugar de regañar al retoño y guiarle por la senda del bien, como correspondería a cualquier padre responsable, el papá descargó su cólera contra los franceses, hasta entonces su escudo frente al colonialismo español. Hoy, cuan hijo pródigo, pretende regresar al seno del Padre. Y el Padre, generoso, corre a abrazar al hijo descarriado. Pero no estamos ante una parábola, sino ante una realidad. Y si se prefieren las parábolas, añadamos que España se apresta a recoger las migajas arroja-das displicentemente de la mesa del ricacho Epulón. De nuevo, los cantos de sirena. De nuevo, la cáustica sonrisilla ante las trastadas del “buen salvaje”. ¡Cuánto daño hizo Rousseau! Película tantas veces vista, no necesitamos recurrir a nuestros brujos ancestrales para revelar el pronóstico: se llevarán un nuevo chasco, pues la ficción durará hasta que al reyezuelo se le pase el susto. Está en su naturaleza. Bastaría que leyesen los informes que, con regular periodicidad desde hace 34 años, escriben sus diplomáticos desde Malabo. ¿Qué hace Obiang por España? No se me ocurre nada positivo: al contrario, resulta facilísimo recopilar el memorial de agravios. Son ya demasiados años cubriéndole las espaldas, corriendo tupidos velos sobre crímenes espantosos, no ya de guineanos, que a nadie importan, sino de ciudadanos españoles. Si algunos no tienen memoria, otros sí la tenemos, y la lista es fácil de elaborar. Continúan imparables los atropellos, como los recientes y graves incidentes en el Centro Cultural Español de Bata; prosigue la estrategia de coacciones y chantajes; sabemos que la UNED está amenazada. No entramos en detalles: he superado el tiempo programado.
Así que ellos sabrán. Nosotros también. Cansados de esperar, hastiados por las hu- millaciones, los guineanos estamos convencidos de que “lo de Guinea” debe ser sólo asunto de los guineanos. Que nadie más se meta. Ser negro no es sinónimo de imbécil. Que no se equivoquen de nuevo. Desde nuestro punto de vista, una Guinea libre, estable y próspera debería ser la natural culminación de una descolonización fallida, un orgullo para la antigua potencia colonizadora, un ejemplo en nuestro continente; en buena lógica, no debiera asustar a ningún español una Guinea respetuosa con los derechos cívicos, económicos y sociales de sus ciudadanos, donde la Justicia reconociera lo justo. Lo razonable indicaría que la España democrática propicie mejor estas aspiraciones, desfaciendo los entuertos en que nos hundió el franquismo. Pero si la experiencia de medio siglo demuestra que no existe lógica en las relaciones hispano-guineanas, sino el mero capricho o cosas peores, sólo cabe recordar la irreversibilidad de la independencia alcanzada el 12 de octubre de 1968. Que se abstengan, pues, de meterse en nuestros asuntos, que sólo nos competen a los guineanos. Fue la maldición de Carrero: “¡que se las arreglen esos negros!” Y estamos dispuestos a arreglárnoslas solos. Conocemos nuestros problemas mejor que nadie, sabemos lo que queremos y lo que nos conviene, tenemos las soluciones. Por favor, no se metan, porque sabemos cuáles, quiénes y dónde están los obstáculos que impiden nuestro despegue hacia la normalidad; existen, con nombres y apellidos, y se hará cuanto sea necesario para removerlos del camino hacia la dignidad.
Hoy como ayer, el “problema de Guinea” se reduce a Teodoro Obiang, tapón de las energías creativas de nuestra sociedad, lastre del despegue hacia la armonización de nuestras vidas. Después de casi 35 años de poder absoluto, no le queda a Obiang una sola idea, si alguna vez la tuvo, y Guinea continúa careciendo de la mínima estructu-ra de Estado, de sociedad. Su política se reduce al puro capricho de un régulo endio-sado. Con acciones como la invitación a “La Roja”, el señor presidente cree que gana credibilidad. Pero esas mascaradas se le vuelven en contra, provocando el efecto con-trario. La credibilidad no se gana a golpe de talonario. Su caso demuestra con nitidez que el dinero no lo puede todo. Pues bien: aunque no quieran verles, por más que se les ignore, les afirmo que aún existen guineanos con la credibilidad de la que él carece, guineanos capaces por su formación intelectual, su integridad moral y su determinación. Esa sociedad despreciada y envilecida está dispuesta y preparada para enderezar la situación. Situémonos a su lado, en la dirección de la Historia, no a contracorriente. Guinea tiene solución; Guinea tiene futuro, porque hay y siempre habrá guineanos. Que cada cual asuma sus responsabilidades. Pero ya es imperativo el cambio, pues el modelo actual no da más de sí.
Gracias por su atención.”
Fuente: UNED